Lo que no sabías es que aquella noche sería la última.
Ya se había ido el sol cuando, como cada viernes, comenzaste a guardar tu semana en el cajón y a tapar tus recuerdos bajo capas de maquillaje. Últimamente tu vida no estaba siendo más que una carretera sin señalizar y habías decidido recorrerla dando bandazos, sin saber siquiera si las vallas pudiesen llegar a desaparecer y cualquier día te alejases del camino para no volver jamás. Pero no pensabas en ello, y aquella noche lo único que te preocupaba era no ser la del espejo. Eso, y acordarte de tomar esa pastilla rosa que tus amigas te habían prohibido porque sacaba eso que nunca habían visto en ti. Las mismas amigas que últimamente se habían acostumbrado a ver tu preciosa mirada perdida en clase y que ya habían empezado a dejar de contar contigo para sus planes. Las que no recordaban tu sonrisa. Las que ya no sabían cómo ayudarte.
Pero a ti no te importaba salir sola, sabías que en un rato todo el mundo querría incluirte en sus planes. Tampoco allí ibas a escuchar un “te quiero” o un “te echo de menos” como los que te estabas cansando de necesitar, pero qué más daba. Saliste de tu piso de alquiler y de ti misma, deseando ensuciarte las manos de vida y volver a casa de madrugada con el alma despeinada. Como cada noche de viernes. Como cada noche hasta aquel viernes.
Nunca se te había dado bien preguntar por qué, ni reconocerte en problemas. Te habías prohibido pedir ayuda pero, mientras intentabas levantarte, tu propio peso te enviaba cada vez más al fondo. Sin puntos de apoyo, tu vida se perdía entre millones de luces artificiales hasta que, de entre todas ellas, su mirada apareció sin pedir permiso para tenderte su mano y llevarte exactamente adonde necesitabas ir: a cualquier otra parte.
Lo que no sabías es que aquella noche sería la primera.
Diego G.
Entraría en tu luz
con una canción sencilla,
tres notas y una bandera
tan blanca como el corazón
que late en tu cuerpo de niña.
- - - - -