Recojo en la
ventanilla el billete que había reservado, monto en el autocar nocturno. Es el
medio de transporte más barato para ir a Takamatsu. Unos diez mil yenes y pico.
Nadie se fija en mí. Nadie me pregunta la edad. Nadie se me queda mirando.
Únicamente el revisor inspecciona mi billete con gesto mecánico. Sólo hay una
tercera parte de los asientos ocupada. En su mayoría, los pasajeros viajan
solos, como yo, y el interior del autocar está sumido en un silencio extraño.
El camino hasta Takamatsu es muy largo. Según los horarios del autocar, son
unas diez horas de viaje, llegaremos allí por la mañana temprano. Pero a mí el
tiempo no me importa. Yo ahora lo tengo a espuertas. Cuando, a las ocho
pasadas, dejamos la terminal de autobuses, inclino el respaldo del asiento y me
duermo. En el preciso instante de hundirme en él siento cómo se me va
debilitando la conciencia, igual que si se me hubieran agotado las pilas.
Poco antes de
medianoche empieza a llover a cántaros. De vez en cuando me despierto y, a
través de las cortinas baratas, contemplo la autopista en la noche. Las gotas
de lluvia azotan con estrépito la ventana, emborronan la luz de las farolas que
hay al borde del camino. Están plantadas a intervalos regulares, parece que
miden el mundo hasta el infinito. Una nueva luz se acerca y, un instante
después, ya se ha convertido en una luz vieja a mis espaldas. Me doy cuenta de
que ya han dado las doce de la noche. Y, de manera automática, como si se me
acercara de frente, hace su aparición el día de mi decimoquinto cumpleaños.
(Kafka en la orilla, Haruki
Murakami)
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