Cuando salieron del restaurante, parecían la mejor pareja de
toda la ciudad.
Han pasado varias horas desde la medianoche. Se siente el
único hombre despierto del mundo, y quizá lo sea. En el otro lado de la cama,
ella. Cada vez que la mira, se pregunta cómo es posible que ahora suene tan
leve esa respiración que hace muy poco tiempo lo inundaba todo.
Tal es el silencio de la noche, que alguien ha hecho
funcionar el ascensor y el ruido ha sonado como un estruendo por todo el
edificio. No ha llegado a despertarla, pero ha murmurado algo en sueños
mientras se giraba para colocarse de cara a él. Y ahora él vendería su alma a
todos los relojes del mundo por que esta noche se detuvieran para siempre. Es
lo más bonito que ha visto en su vida.
Y sonríes sólo
durante un segundo o dos.
Y te duermes, y no puedo dormir yo.
Y te duermes, y no puedo dormir yo.
Casi treinta grados en la calle y bajo cero en la
habitación. No conocía esa sensación. Es el frío del miedo, del futuro
incierto, del corazón helándose, de las noches pasando como trenes que esperas
toda la vida y jamás vuelven.
Ayer, en su casa mientras repasaba las pocas fotos que tenía
de ella, se preguntaba qué se sentiría al cogerla de la mano, a qué olería su
pelo, cómo de suave sería la piel de su espalda, a qué sabrían sus suspiros, si
sus ojos serían de cerca tan de mentira como le habían parecido todo este
tiempo... Cuando amanezca y regrese a casa, habrá cambiado de golpe todas sus
preguntas por una sola…
¿Qué será ahora del resto de sus noches?
Me dijiste en
la cena: “Mañana se acabó,
esta noche es
un regalo y un adiós”.
Nunca volveré a
escuchar este ascensor.
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