Hace unos días, paseando por Madrid,
encontramos un álbum de fotos abandonado. Como a ti te encanta
imaginar historias sobre personas y lugares desconocidos y yo
necesito muy poco para convertir la vida en letras, nos sentamos en
aquel banco para ver lo que había dentro.
París (Octubre de 1990),
habían escrito en la primera página. Alguien había viajado a la
ciudad más romántica del mundo para celebrar que acababas de nacer,
que ya no había muros en Berlín, que Argentina había
perdido otra vez la final del Mundial... O quién sabe si quizás era
mucho más simple y al final todo se reducía a que alguien estaba lo
suficientemente loco como para enamorarse y, en ésas, decidir que
sólo París era digna de ver cómo se miraban sonreír mientras
paseaban de la mano.
Alguien. Probablemente el mismo alguien
que se había encargado de vaciar casi la mitad de los huecos del
álbum; y es que en sus páginas sólo quedaban fotos en las que no
posaba nadie, no sonreía nadie, no se besaba nadie. Estaba claro que
todas las imágenes en las que quedaba algún rastro de amor habían sido
despegadas y nosotros, inocentes y entrometidos, nos habíamos
quedado sin saber qué fotografías habían decidido quitar y sin verlos
abrazados para protegerse del frío otoño parisino, ilusionados en
la puerta del Louvre o haciendo el amor en el hotel.
Habían decidido
arrancar los sentimientos de allí y de repente la Torre
Eiffel, el Sena, Notre Dame y los Campos Elíseos parecían más
vulgares que nunca. Sobrecogía comprobar cómo, foto tras foto,
la ciudad de la luz se convertía en la ciudad más triste del planeta, un lugar
al que nadie en su sano juicio querría ir.
Al volver a casa, miraba al cielo
mientras pensaba en encontrar alguno de esos aviones que no hemos tomado, en
todos los viajes para dos que he deseado y no hemos tenido, en la
herida que dejan las cosas que siempre has querido y nunca llegan, en
la esperanza de vida media de una ilusión. Pensé en todas las veces
que he rechazado ir a París porque ninguna era contigo y en todas
las ciudades en las que no te he desnudado. Y yo, que creo que todos los suelos del mundo deberían conocer al menos una vez tu ropa interior, te juro que de repente me he dado cuenta de las pocas veces que en la vida tenemos lo que merecemos.
Y me asusté un poco al comprender que nada que no cuides dura para siempre, ni siquiera París. También las ciudades se nos acaban y, como ocurre con las personas que amamos, corren el peligro de parecer vacías si dejamos que el fuego se apague.
Diego García B.
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