No sé si conocéis la historia de las Madres de la Plaza de Mayo.
Estamos en Argentina, es el año 1974. Los militares toman el poder con un golpe de Estado prometiendo un país próspero y organizado. Nada parecido a lo que ocurriría después.
De repente, empezaron a producirse secuestros, detenciones, asesinatos… Todo injustificado, todo sin llegar a resolverse jamás. Esas víctimas son a quienes se conoce como “desaparecidos”, personas que de pronto dejaron de incomodar a quien estaba en el poder. Inocentes de quienes nunca más se volvió a saber nada. Que dejaron de ser, pero que nunca dejaron de estar.
Porque estos desaparecidos no estaban solos. Dejaron tras de sí amigos, amores, hermanos, padres… y sobre todo madres. Madres que no aceptaron la sinrazón, que no se conformaron con ver desaparecer a quienes más querían. Madres buscando una respuesta. Madres, al fin y al cabo. Simplemente madres.
Con el paso del tiempo, estas mujeres comenzaron a reunirse para fortalecer su protesta y elevar su voz. Hicieron de la Plaza de Mayo, en Buenos Aires, el lugar perfecto donde conseguir ser escuchadas como una sola. Desde la Dictadura esto no se vio como un problema, ellos contaban con que el tiempo fuera diluyendo estas concentraciones. No iban a revelar el paradero de sus hijos, y esperaban que poco a poco las manifestantes fueran perdiendo la esperanza y que el calendario fuese vaciando de amor la plaza. Creo que no sabían de qué es capaz una madre por su hijo.
La Dictadura se mantuvo durante siete años. Han pasado 35, y si nos dejamos caer por la Plaza de Mayo un jueves cualquiera, un jueves de sol, uno de nieve, o de frío, o de tormenta… las encontraremos ahí, con ese brillo en la mirada, con ese rastro de esperanza que deja el amor incondicional que sólo puede dar quien nos ha dado la vida. Quien nos lo ha dado todo a cambio de nada.
“Habrá un tiempo de lluvia. Y un tiempo para los olvidados, para los que no supieron cuál era su camino.
Ojalá haya un tiempo para los que le hablamos a una botella como si fuese un altar, un micrófono o una pistola apuntándonos al corazón. Para los que le dijimos palabras a la noche. Un tiempo para los malditos, para los desheredados que nunca llegarán a nada.
Eso es lo que pedimos. Aquí y ahora, sin esperar la llegada de los jueces ni de la muerte. Aquí y ahora nosotros también esperamos la lluvia en el verano.”
Cuando ella se fue, su vida pareció palidecer, como si a un cuadro le arrancasen su color más importante. Sintió lo mismo que si hubiese perdido una parte de su cuerpo, al principio parecía que estaba ahí, pero pronto empezó a mirar alrededor y no encontrarla. Los días empezaron a ser más cortos conforme más largas se volvían las noches, y empezó a ser difícil encontrar motivos para salir de la cama cada mañana.
Él hubiera defendido su amor con su vida si hubiese sido necesario. Estaba acostumbrado a pelear por su felicidad, y ésta podría haber sido una más de las pruebas que le había puesto la vida para retener las cosas que más quería. Pero esta vez no, así que todos acabaron pensando que algo tuvo que ocurrir para que no hiciese nada por evitar que ella cerrase desde fuera la puerta de su mundo.
Luego llegarían las tardes de sábado en soledad, las continuas miradas a un teléfono que enmudeció, los recuerdos de viajes que nunca hicieron, las fotos rotas, las canciones tristes... Pero nada de eso fue lo peor.
Ni siquiera las incómodas conversaciones, las preguntas de sus amigos, las fiestas sin pareja o el tiempo que tardó en contarle a su familia que ella se había ido. Tampoco eso.
Recordaba su voz. Por las noches, cuando ya no había nadie con quien hablar ni nada en lo que distraer su mente, a veces le parecía escucharla proponiéndole algún plan maravilloso o cantándole la nueva canción que había descubierto. Sabía perfectamente cuál de sus peluches abrazar para que la habitación se impregnara de su olor y, a decir verdad, de vez en cuando no podía evitarlo y lo hacía. Pero ni siquiera eso fue lo que más le dolió.
Lo peor de todo, lo que hizo que su corazón se parase de golpe, había ocurrido antes de acariciar su manita de princesa por última vez. En todo este tiempo no todo el mundo se había dado cuenta pero para él lo primero era verla sonreír cada vez más, y lo que heló su amor para siempre fue darse cuenta día a día, de la forma más lenta y dolorosa, de que ella iba a ser mucho más feliz lejos de él.
¿Seguirá jugando un día más? ¿Volverá hoy a disimular su sonrisa de fresa cuando él la busque con su mirada azul? ¿Tendrá valor para decirle a la cara que por primera vez en su década y media de vida siente que se le derrite el corazón? ¿Pasará un verano más sin que él lo sepa?
¿Seguirán sus padres creyendo que en ese grupo, con el que se escapa en cuanto puede, sólo están esas cuatro chicas con las que cada mañana pasea por la orilla de punta a punta de la playa? ¿Se habrán dado cuenta de que se ha traído desde Madrid todos sus perfumes?
Son muchas las preguntas que se hace. Pero no quiere decidir, está de vacaciones y ahora mismo, tumbada en la hamaca del jardín, sólo quiere pensar en que el sol no se esconda y que nunca se vacíe ese vaso de té helado. Cierra sus enormes ojos y se concentra en esa canción de Family que hoy no para de dar vueltas en su aparatito rosa.
Pero piensa… Claro que piensa.
Ella nunca fue una chica lanzada, siempre ha tenido miedo al rechazo, a una mala palabra o a una mirada diferente. Le cuesta tomar decisiones importantes. Por eso ahora mismo necesita algo de ayuda, daría lo que fuera por ese empujoncito que hiciera de esta noche algo inolvidable. Por esa señal que le indicase que hoy es el día, que hay un plan mucho mejor que pasar otra tarde más entre tiendas de recuerdos y platos combinados.
De repente, escucha la voz de fondo de su madre. Interrumpe la música.
- ¿Qué decías, mamá?
- Que si vas a salir esta noche con esas amigas tuyas de la playa.
Ella no lo sabía, pero acababa de pronunciar la frase más innecesaria de su vida.
Para él, pedirle lo contrario habría sido como tener que olvidar el primer golpe de la brisa del mar tras un largo invierno, como dejar de pensar en los más madrugadores rayos del sol sobre la arena, como borrar de su memoria el sabor de la sal en su piel...
Recuerdo aquellos días como si todos hubiesen sido ayer.
Cuando te encontré, fue de una forma tan extraña e inesperada que hoy pienso que aquél fue el mayor golpe de suerte de mi vida. Una simple conversación bastó para que mi primera impresión fuese la de verte tan inalcanzable como esas estrellas fugaces que uno espera toda la noche, pero que pasan tan rápido que al final es imposible pedirles un deseo.
Recuerdo que aquel otoño de 2009 me enganché a dos cosas. A tu existencia y a una extraña canción de uno de mis mayores referentes musicales, Ricardo Vicente. Era una simple maqueta no publicada en ningún disco, no encontraba forma humana de conseguirla, así que decidí tomar el camino más difícil: se la pedí personalmente a su autor, a Ricardo, explicándole que aquella canción estaba marcando esa época tan especial de mi vida y lo importante que era para mí tenerla. Tardó exactamente 14 minutos en contestarme con un email en el que, además, me envió la canción para mí solo, en exclusiva. Cuando le agradecí la enorme cercanía que me había demostrado, me contestó con una frase que nunca olvidaré: Es mejor ser cercano, de cerca se escucha mejor.
Aún hoy da vueltas y vueltas por mi vida una canción, aquélla, que algún día escucharás y que habla de amaneceres, de guardar la memoria en la mesilla, de esas ganas irracionales de llamar tu atención de alguna (de cualquier) manera… Pero, sobre todo, de lo imprescindibles que parecen muchas cosas y lo insignificantes que se vuelven cuando uno se da cuenta de lo que de verdad importa.
Porque te digo la verdad:
hoy estoy bien, mañana mal…
lo que me importa en realidad
es volver a verte.
Hay dos palabras que pueden expresarse de infinitas maneras. Aquella canción, grabada en una maqueta de mala calidad, a fin de cuentas no era más que una forma como cualquier otra de decirlas.
Dicen que no paramos de soñar. Que cada noche lo hacemos varias veces y de mil formas diferentes, y que lo que recordamos no es más que una pequeña parte de ellos. Hay estudios que cuentan que sólo somos capaces de recordar lo último que soñamos, lo más cercano al despertar.
Cuando era pequeño, tenía uno recurrente. Saltaba por la ventana y, justo antes de llegar al suelo, planeaba y conseguía alzar el vuelo. Ni sé ni me importa mucho saber qué significa este tipo de sueños, ni siquiera tengo ninguno de esos libros que creen que lo saben todo sobre ensoñaciones, deseos, anhelos... Pero sí que recuerdo haberme despertado así muchísimas veces. Con la sensación de haber surcado el cielo.
También recuerdo que, cuando me dolía la garganta, soñaba con bolas llenas de aristas y de picos, y sentía que era eso lo que me hacía daño. Cuando me dormía con dolores ya sabía que iba a soñar con algo así, y trataba de retrasarlo lo máximo posible.
Ahora ya me resulta más difícil saber cada mañana con qué he soñado. Quizá por eso cada vez valore más el hecho de poder recordarlo. Pero la sensación no siempre es buena.
Hace unas semanas, soñé que perdía lo más bonito que tengo. Me desperté de golpe con esta canción en la cabeza, todavía no sé muy claramente por qué. Pero hay algo que sí puedo asegurar. Si vuelvo a amanecer con la sensación de que ella se ha ido de mi vida, no pienso volver a dormir jamás.
Nunca he sido un chico que haya estado rodeado de muchas amistades. Mi timidez me lleva a tener dificultades para conocer a personas nuevas, y por un cúmulo de razones nunca me acostumbré a pertenecer a eso que llaman “un grupo de amigos”.
Cuando era un poco más abierto y tendía a confiar en todo el mundo, pensaba que tarde o temprano acabaría con una agenda llena de nombres y números. Pero el tiempo y la vida se encargaron de demostrarme lo contrario. Aunque nunca he sentido que necesitase tener mucha gente a quien recurrir. Nunca. Pero sí que he buscado tener cerca a una serie de personas que, aunque sé que no son muy numerosas, sí que me hacen estar seguro de que no tendré que seguir buscando cuando necesite de su ayuda.
Mi cabeza me ha dicho ya seriamente que piensa olvidarse de casi todos esos cumples que tenía grabados. Aunque no me guste reconocerlo, tiene razón cuando me intenta convencer de que no merece la pena. Mi círculo de amistades se reduce con el tiempo, y lo peor de todo es que no es algo que me quite ni un minuto de sueño.
Me sobra quien intenta hacer de cada una de mis alegrías e ilusiones algo muy pequeño. No entiendo esas ganas de quedar por encima siempre, no van con mi vida ni con mi forma de entender la felicidad.
Para ser sincero, no me interesan todas esas chicas que yo consideraba amigas, y que misteriosamente dejaron de dirigirme la palabra justo cuando conocí a la persona más importante de mi vida. Ésa no es la amistad que yo esperaba de ellas. Por mí pueden dejar de hablarme para siempre, y más si es para que empiecen cada conversación preguntándome si todavía sigo con ella. Pueden dejar de ridiculizarse cuando quieran.
Tampoco quiero en mi vida personas que no sepan decirme la verdad cuando hay que decirla, y esperen al momento más inesperado para soltármelo todo. Eso se puede llamar de muchas formas, pero para mí desde luego no es sinceridad ni tampoco es ir de cara. Me parece mezquino, no me interesa esa amistad de dobles caras, medias verdades y ataques repentinos.
Pero a todos ellos les estoy agradecido. Han conseguido que sepa valorar mucho más a quienes tengo a mi lado. Y también me han ayudado a recordar con una sonrisa en el alma a todas esas personas que de alguna forma dejaron huella en mi vida, aunque algunas se tuvieran que ir y alguna otra se haya ido sin quererlo.
Porque, aunque no piense en ello tanto como debería, tengo la suerte de tener amigos increíbles. Hay quienes harían cualquier cosa por mí si estuviera en problemas. Conozco a dos locas muy parecidas que van diciendo por ahí que son mis hermanas mayores. Otra de esas personas (odia la palabra “gente”) intercambió conmigo todos mis delirios de soledad cuando las cosas venían peor dadas y me encanta sentir que hoy por fin los dos sonreímos; en realidad pasamos muy poco tiempo juntos, pero creo que sonríe tan fuerte y tan merecidamente que casi puedo percibir cada vez que lo hace, me alcanza con sentirla feliz, la suya es una de las felicidades que más feliz me hacen. Con alguien tengo pendientes varios batidos y miles de conciertos; lo que tenemos es como una semilla de lo que va a ser una enorme amistad, algo que me preocupa mucho cuidar bien porque tiene que acabar siendo grande y fuerte. Incluso hay alguien que me ha dado una de las alegrías del año invitándome hace poco a presenciar el día más feliz de su vida. O esos dos que se empeñan en seguir quedando para cenar aunque sea entre semana, aunque sea cada tres meses, aunque siempre acabemos hablando de lo mismo. Y no me olvido de algunos que desde hace tiempo me demuestran que hay una gran diferencia entre ser compañeros de clase y buenos amigos, o que se puede estar a cientos de kilómetros, o incluso miles, y notarlos cada día casi casi a mi lado.
Uno de mis mayores orgullos es tenerlos en mi vida. Aunque sean muy poquitos, aunque no me dé para montar una gran fiesta entre todos, ni para llenar una agenda ni para ser el rey del Twitter.
No soy de ésos que están siempre encima de las personas que quiere. Necesito bastante libertad en ese sentido, también la doy, y tiendo de alguna forma a parecer descuidado con mis amigos. A parecerlo. Por eso suelo tener esa típica conversación de “Aunque no hablemos, no me olvido de ti”, adornada con frases de ese estilo que, en mi caso, son completamente sinceras. Aunque mentiría si dijese que todo el mundo ha sabido entender este tipo de amistad, sí que he comprendido perfectamente a quienes he acabado perdiendo porque pensaban que no me importaba su presencia en mi vida. Tampoco soy de los que se van detrás de las personas que han decidido irse. Prefiero disfrutar de quienes prefieren quedarse.