Se había olvidado ya de aquella esperanza de las primeras tardes en las que soñaba con conquistarla, con que un día de repente ella viera en él lo que estaba buscando (a saber lo que esa chica estaría buscando, pensaba). Aun así, seguía quedando con ella. Aun sabiendo que, en sus largos paseos, ella jamás iba a sentir la necesidad de cogerle de la mano. Pensando incluso que quizá su cabecita estuviera pensando en otra persona. Asumiendo que sus enormes ojos nunca serían lo primero que vería algún día al despertar. Aceptando que, a diferencia de sus sueños, la vida real no necesita ni busca finales bonitos. Pisando sus propias alas.
¿Y por qué seguir viéndola?, le preguntaban todos. Él siempre decía que era casi ya por inercia, porque si no con quién iba a pasar las tardes de viernes. Pero no. Eso no era verdad, y sus amigos se habrían dado cuenta si se hubieran fijado bien en sus ojos mientras lo decía. Pero sus amigos no estaban allí cuando ella y él se sentaban alrededor de una mesa y dos vasos de lo que fuera y comenzaban a contarse su semana como si no se la hubiesen contado jamás a nadie antes. Ellos no estaban cuando esa loca apoyaba su cabeza en las piernas de él en cualquier parque de Madrid y se ponía a explicarle por qué se sentía invisible en su casa y las ganas que tenía de huir. Ni cuando se sacaba del bolso su barajita de cartas y se pasaban horas picándose al tute. Tampoco cuando decidieron olvidarse del mundo y tomar aquel tren que les llevó a la orilla del mar. Pero al parecer no, sus amigos no se enteraban de la enorme mentira que les estaba contando cuando les hablaba de inercia, de costumbre… No. No se daban cuenta de que seguía viéndola por miedo a que no hubiese vida después de su sonrisa.
Pero una de esas tardes, ocurrió. Ella interrumpió una de sus infinitas bromas compartidas, se olvidó de sonreír, congeló su mirada, y ocurrió. Se hizo el silencio, desapareció el mundo… y ocurrió.
Y de repente, todo.
Sus sueños de niña pequeña y los que tuvo cuando no quiso crecer. Sus gustos. Sus manías. Su ropa. Sus juguetes. Sus tonterías. Sus bolas de nieve. Sus libros. Sus carpetas llenas de hojas repletas de desvelos escritos. Su azul eléctrico. Su mirada desolada, su mirada perdida. Sus colores inventados. Su ilusión en obras. Sus besos al aire. Su piel, ese mapa de paraísos por descubrir. Sus aterrizajes forzosos, sus despegues fulgurantes. Su morderse los labios. Su olor a deseo. Sus peleas entre instinto y razón. Sus guantes blancos de ladrona. Sus pijamas. Su forma de caminar. Sus saltos al vacío. Su corazón de caramelo, sus piruletas de corazón.
Sus noches. Las que pasó abrazada a sus peluches. Las cortas. Las que comenzó llorando hasta que se rompieron sus ojos y la venció el sueño. Las que regaló a cuerpos equivocados. Las que malgastó entre excusas para sentirse cómoda. Las de invierno. Las de taparse hasta la cabeza sin tener frío. Las que dedicó a escuchar canciones tontas de amor. Las de “a dormir, ya no pienso más” dos horas antes de dormirse. Las de despertarse mil veces. Las que se juntaron con los días. Las de meterse libros en la cabeza y la cabeza entre libros. Las que apostó y perdió, o ganó. Las de echar de menos un besito de buenas noches. Las de Reyes esperando a las 9:00. Las de hospital. Las de ver el mundo dormir desde su ventana. Las que todavía duran. Las que no acababan nunca.
Todo eso le regaló aquella tarde.
Todo, menos su maldita memoria. Ésa decidió guardarla. Para siempre. Para ser feliz.
(DIEGO GARCÍA)
“Y es que me salen rosas de la boca
cuando me preguntan por ti…”
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